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Feminismo

neoliberalismo

Feminismo antineoliberal para tiempos convulsos y de transformación (I)

por Elvira Concheiro y Perla Valero    17 de julio de 2021

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En un artículo de 2009, la feminista marxista estadounidense Nancy Fraser advertía sobre lo que consideraba una inquietante y peligrosa convergencia entre cierto ideario feminista y la ideología neoliberal. Un fenómeno que no sólo ocurría en el país de las barras y las estrellas, sino que se expresaba como una tendencia global, incluso en las periferias poscoloniales. Fraser observó cómo el neoliberalismo lograba resignificar las críticas feministas de la llamada «segunda ola» que, en su momento, fueron dirigidas al «Estado benefactor», en contra de su economicismo, su androcentrismo, su estatismo y su westfalianismo. Retomadas por la razón neoliberal, se tornaron críticas al Estado en general y fueron traducidas en una defensa de la ultra liberalización de los mercados.

Esta lectura ha sido compartida por otras autoras (Sonia Álvarez, Kristen Ghodsee, Joan Roelofs, Hester Eisenstein y Catherine Rottemberg), quienes notaron el auge del neoliberalismo con sus mercados para la diversidad de género, su ideología del empoderamiento femenino como una variante de la meritocracia y la eclosión de los negocios privados de las ONGs. Incluso se llegó a hablar de un nuevo «feminismo de mercado».

En el momento de su formulación, la (auto)crítica de Fraser no pasó desapercibida e intentó ser rebatida por voces que insistían en que el feminismo de la segunda ola nunca fue abrumadoramente anticapitalista; que las críticas contra el Estado desarrollista también fueron formuladas por el «feminismo liberal»; que el feminismo no prosperó durante el periodo neoliberal; y que, en todo caso, el neoliberalismo habría cooptado la retórica del feminismo liberal, rechazando así el argumento de una afinidad entre neoliberalismo y feminismo que convertirían a este último en «el nuevo espíritu del capitalismo».

Quizás hace una década esta lectura se antojase exagerada, pero hoy día las voces que advierten sobre la existencia y riesgosa proliferación de feminismos individualistas, «blancos», meritocráticos y corporativos aún buscan hacerse oír, en medio de una poderosa marea violeta que avanza con demandas históricas, legítimas y urgentes. Esta marea se revela, al mismo tiempo, como un campo en disputa, atravesado por muy diversas interpretaciones e intereses que divergen en cómo abordar la desigualdad de género y, por ende, en las estrategias para construir una «justicia de género»; pues no existe un «feminismo» como monolito, sino una pléyade de diferencias, contradicciones y tensiones entre los movimientos que articulan a las luchas de las mujeres, quienes también son sujetas muy diversas.

Las posturas más visibles, del llamado feminismo mainstream, se han alejado abiertamente de las reivindicaciones sociales y económicas, y han asumido la opresión de género como un fenómeno generalizado pero aislado de la realidad concreta y efectiva, construyendo a una mujer abstracta que se encuentra separada de sus componentes de clase, etnicidad y racialización. De allí lo engañoso de la expresión «perspectiva de género», que parte de una categoría analítica desarrollada en la academia anglosajona que migró hacia las academias del Sur global, y cuyo uso a menudo oculta otras opresiones interseccionales, como lo han denunciado los feminismos descoloniales, indígenas y negros. Las diferencias son sanas, por supuesto, y el feminismo ha sido potente en ese campo; pero el debate como espíritu motor de la política se ha enrarecido, porque es mucho lo que está en juego: la reproducción de la vida.

En lugares como México, bajo contextos sumamente «polarizados» por la escandalosa desigualdad, las grandes industrias mediáticas y los grupos de interés en defensa de sus rancios privilegios están participando ya como actores en este campo de disputa. Algunas expresiones de esas fuerzas conservadoras han asumido una retórica «feminista» a conveniencia, empleada como arma política en contra de quienes intentan trastocar el orden neoliberal. Desde el análisis de Fraser, este fenómeno es posible porque el neoliberalismo ha hecho del feminismo un discurso autonomizado respecto de su contenido, por lo menos en su versión «de mercado», donde lo vacía de su sentido crítico, anticapitalista y antipatriarcal.

Si los feminismos se reducen a meras enunciaciones como «perspectiva de género», hashtags, memes y consignas para lucir en camisetas, la retórica se vuelve fácil de resignificar y un bocado digerible y mercantilizable para las derechas neoliberales, que hoy pueden presentarse como si históricamente hubiesen sido las campeonas de los derechos de todas las mujeres, impulsando feminismos empresariales que pueden muy bien converger con la ideología y las agendas neoliberales.

Este texto se propone esbozar algunas reflexiones sobre estos feminismos empresariales, con el propósito de poner sobre la mesa la pertinencia de la reivindicación de un feminismo no sólo anticapitalista sino también antineoliberal; es decir, un feminismo que busca una transformación de fondo aquí y ahora. Se trata de una discusión que, aunque ya ha sido abordada por una tradición de autoras, se vuelve necesaria de recuperar en el contexto mexicano, donde el triunfo electoral, inédito e histórico, de la izquierda partidaria en 2018, reactualizó las discusiones sobre el neoliberalismo y ha puesto a la defensiva a los intereses del capital, a pesar de que apenas se han logrado arañar, con muchas dificultades, algunas de sus prerrogativas.

1. Neoliberalismo: el enemigo de las mujeres

El neoliberalismo ha sido conceptualizado como un momento del capitalismo, caracterizado por el auge del libre mercado sin embridar y el establecimiento de políticas públicas económicas encaminadas a refuncionalizar el Estado, someterlo a los intereses empresariales, desmantelar la seguridad social, privatizar la empresa pública, «disciplinar» el gasto y favorecer la deuda pública y privada. Implicó un cínico matrimonio entre Estado y mercado, donde los funcionarios estatales eran los altos mandos empresariales y viceversa, desfilando sólo por la puerta giratoria; práctica que aún persiste hoy, aunque en México el gobierno de López Obrador la ha condenado.

Bajo el eufemístico término de «ajustes estructurales», el neoliberalismo se implementó primero en las periferias, mostrando la cara colonial de un nuevo sistema que se extendió de manera desigual en todo el mundo, minando la soberanía y profundizando el expolio y la dependencia económica. Se impuso primero a sangre y fuego en Chile; después, en toda América Latina; en las naciones recién descolonizadas de Asia y África, así como en las ex repúblicas soviéticas y sus países aliados tras la caída del bloque socialista. Mientras que en los centros del capitalismo desarrollado, se aplicó de manera gradual aunque igualmente violenta, como nos muestra el caso de Grecia.

En realidad, el neoliberalismo ha operado como un patrón que intensifica la acumulación de plusvalor, pues abarata los costos de la fuerza de trabajo, los insumos y las materias primas. Inicialmente eclosionó como una forma de contrarrestar la caída de la tasa de ganancia tras la crisis general de 1973, causada por la sobreproducción de los «treinta gloriosos», inscrita en un ciclo capitalista que se repite: acumulación-pujanza-sobreproducción-crisis.

Al abaratar los costos de la reproducción social que está en manos del capital privado las más afectadas hemos sido las mujeres, pues nos encontramos en la base de esta reproducción que se sostiene sobre nuestras labores de cuidado. Dicho abaratamiento se tradujo en la flexibilización laboral y la precarización de toda la clase trabajadora, convertida en una desdibujada «multitud» así como en la desregulación de las legislaciones ambientales, produciendo una naturaleza barata a disponibilidad del capital, que pone en asedio extractivista a los territorios y a la vida en las comunidades originarias.

El Estado neoliberal se deshizo de sus funciones sociales, privatizando derechos que nunca fueron dádivas del Estado desarrollista sino conquistas del movimiento obrero. De manera que los trabajos de reproducción social, sin el apoyo de las instituciones públicas, pasaron a sostenerse casi completamente sobre los hombros de las mujeres, convertidas en las administradoras privadas de la pobreza. Esto profundizó la división sexual del trabajo y agudizó las dobles y triples jornadas laborales de las mujeres que se incorporaban masivamente al mercado laboral.

La eficacia y la austeridad neoliberales requerían de trabajadores con bajos salarios, sin prestaciones y sin contratos; con legislaciones flexibles y un mercado laboral desregulado en el que las mujeres fueran compradas como las mercancías más baratas. Las contrataban si eran más «competitivas», lo que implicó salarios menores a los de sus contrapartes hombres, y precarias condiciones laborales donde se agudizaron el hostigamiento y el acoso sexual: una atmósfera producida no sólo por la cultura patriarcal sino también por la propia flexibilización y desregulación neoliberal. Las mujeres se convirtieron en una de las fuerzas de trabajo más sobreexplotadas, como ocurre en la industria de las maquilas donde son vulnerables a las peores condiciones de violencia social.

Con el neoliberalismo, las formas de violencia contra las mujeres, imbricadas con lógicas de racialización y de clase, se reorganizaron como el centro de las coacciones sociales, desatando una guerra social especialmente cruda contra mujeres, infancias y personas migrantes, sobre quienes recayeron las más brutales violencias económicas y sexuales. No podemos olvidar que el capitalismo neoliberal se abrió camino violando derechos y convirtiéndonos en gente desechable, precarizando aún más las condiciones de vida de las mujeres. La crisis de feminicidios, primero desatada en Ciudad Juárez en 1993 pero después extendida a otras zonas del país, eclosionó como un efecto del neoliberalismo, con su cosificación y deshumanización de las mujeres trabajadoras de la maquila, resultado de su ciclo de consumo-deshecho de cuerpos.

La masiva incorporación del trabajo femenino al mercado laboral desregulado bajo el neoliberalismo, permitió que las mujeres se volvieran proveedoras con relativa independencia, pero en condiciones sumamente precarias y violentas. Esto incidió, aparentemente, en el cumplimiento de las demandas feministas por la liberación económica de las mujeres sometidas al salario familiar patriarcal, logrando romper, parcialmente, su dependencia económica respecto al pater familias. Pero, bajo su forma asalariada, este trabajo «libre» no implicó una emancipación de las mujeres en el sentido humano y libertario. El neoliberalismo debilitó lo que Silvia Federici conceptualizó como el «patriarcado del salario»: al extender la familia con dos proveedores y los hogares monoparentales (encabezados por mujeres), pero con salarios deprimidos, sin seguridad social, con dobles y triples jornadas y con un descenso en el nivel y calidad de vida. No era, sin duda, la revolución feminista que queríamos.

Estos salarios precarizados prometían a las mujeres liberarlas de la autoridad masculina y paternalista tradicional del padre, del marido, del hermano, del sacerdote, del médico y del Estado mismo. De manera que la crítica feminista al paternalismo patriarcal pudo resignificarse bajo el nuevo sentido común neoliberal que supo crear una nueva leyenda: la de individuas libres, sin trabas y hechas a sí mismas, que se «empoderan» con la ausencia de los obstáculos que pone el Estado. El neoliberalismo descubrió que la meritocracia también podía tener rostro de mujer y volvió a poner de manifiesto que, en algunos momentos de la historia, la autoridad paternalista también se vuelve un obstáculo para la expansión capitalista. Tal como ya lo había observado Marx, quien conceptualizó al proletario como un sujeto libre en doble sentido: libre de venderse y libre de sus medios de vida. Por ello, los personeros del capital bien pueden asumir retóricas «feministas» y hasta «antipatriarcales», convirtiendo los sueños feministas en pesadillas: unciendo el proyecto libertario de emancipación de las mujeres al motor de la acumulación capitalista. Y produciendo su propio feminismo, a imagen y semejanza de la subjetividad neoliberal, y en pro de sus intereses.

 

[1] Texto publicado originalmente en El ejercicio del pensar. Boletín del grupo de trabajo herencias y perspectivas del marxismo, CLACSO, núm. 10, junio 2021.

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