La precarización de la vida provocada por el neoliberalismo impactó de manera significativa en mi familia. Mis padres contrajeron matrimonio en los años 80. Yo nací en 1984. Ellos crecieron en familias de bajos recursos, pero en su adultez lograron estabilidad económica, acceso a derechos sociales básicos y un nivel de vida digna. Mi padre, después de sus estudios, viajó dos veces al extranjero. Mi madre como trabajadora de una empresa mexicana con seguridad social, también viajó al extranjero de manera recreativa. Pero conforme mi hermana y yo fuimos creciendo, los ingresos de mi padre ya no representaban un poder adquisitivo que permitiera solventar una vida digna durante nuestra infancia. Fue así que a los 17 años empecé a tocar en los camiones para poder terminar la preparatoria e ir a la Universidad a estudiar arte con muchas dificultades, pues se trata de una carrera adversa para una mujer empobrecida, para la cual los horarios de clases matutinos y vespertinos le hacían casi imposible poder tener un trabajo medianamente digno. Además, la currícula universitaria en la facultad de mis estudios estaba impregnada (y aún lo está) de la filosofía neoliberal: lo importante era construirnos como artistas, genios creativos ajenos a la realidad social. Por fortuna, antes de ingresar a la Universidad comencé a militar en la izquierda, lo que me salvó la vida, pues gracias a ello hoy puedo entender la realidad social y estoy comprometida con transformarla.

El neoliberalismo es violencia estructural, precarización de la vida, y condenar a él a las nuevas generaciones es condenarlas a sobrevivir a causa del despojo. Eso es la violencia más cruel, ahora respondida con más violencia por los niños y jóvenes de hoy que no tienen expectativas y no ven alternativas de futuro, de modo que prefieren enfilarse a un cártel para garantizar tal vez pocos años de vida, pero con lujos y un alto poder adquisitivo, antes que una vida en la marginación.