Lecciones aprendidas. Testimonio de «El Halconazo» en México

Historia

represión

Halconazo

por Moisés Coss Rangel    Diciembre 2 de 2021

Los hijos del liberalismo aprendieron bien la lección de sus padres dirigentes del tricolor. Las enseñanzas de Miguel Alemán Valdés, para realizar negocios al amparo del poder político; de Gustavo Díaz Ordaz, para reprimir a la ciudadanía; y de Luis Echeverría Álvarez, para armar al lumpen para asesinar estudiantes. Todo eso fue bien asimilado por todos los presidentes que les sucedieron, a saber: José López Portillo y Pacheco, Miguel de la Madrid Hurtado, Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo Ponce de León y Enrique Peña Nieto, todos de triste memoria. Los presidentes emanados del PAN no valen la pena para ser nombrarlos, pues fueron una mala caricatura de los formados en el PRI. Detrás de todos esos ilustres apellidos se encuentran verdaderas historias de terror.

Hoy mencionaré uno solo de sus horrendos crímenes, ocurrido el 10 de junio de 1971; hecho que me tocó presenciar como protestante activo que gritaba consignas en contra del mal gobierno y en defensa de la autonomía universitaria, por eso entonces vulnerada en Nuevo León, pero que bien podría haber ocurrido en cualquier universidad de alguna otra entidad federativa. Era una protesta pacífica, que encabezaban camaradas de la entonces Escuela Nacional de Economía de la UNAM.

Cómo no recordar ese día: vestía una camisa color café y cargaba una manta que clamaba por la autogestión en las escuelas, consigna que hoy puede sonar ridícula, pero que en aquellos años era tremendamente subversiva. Recuerdo haber caminado un trecho muy pequeño por la avenida que desemboca en la estación Normal del metro, cuando en ese momento vimos que venían en tropel y a contraflujo una multitud de compañeros y compañeras que huían despavoridos de los halcones que venían a su caza: aves de rapiña que habían sido reclutadas, entrenadas e incorporadas a las distintas dependencias gubernamentales por los principales cuadros del paramilitarismo en México. Su principal actividad era reprimir a sangre y fuego a todas las organizaciones que disentían del quehacer de los gobernantes en turno.

En esta situación regresar no era posible, así que decidimos enfrentar a esos que armados de varas de bambú repartían golpes a diestra y siniestra. Como pudimos nos abrimos paso para poder llegar a la estación del metro, pues era para nosotros la mejor ruta de escape. Al llegar descendimos corriendo por las escaleras que daban hacia los andenes, pero las cortinas estaban abajo, de tal suerte que la posible salida se convirtió en una ratonera. Desesperados empujábamos las cortinas, pero nunca cedieron. Arrinconados empezamos a escuchar los balazos que los francotiradores, apostados en los edificios aledaños al cine Cosmos, tiraban hacia abajo, pegando en el concreto de la estación del metro y esparciendo sus esquirlas cerca de donde nos guarecíamos. Quedarse era un suicidio; salir y correr fue la mejor opción para algunos.

Al salir de la ratonera nos enfilamos a la ruta por la que habíamos llegado. El camarada Cuco —quien me acompañaba—, iba pegado a la pared, vistiendo una prenda obscura; otro compañero —de quien nunca supe su nombre—, portaba una camisa blanquísima; yo, llevando mi chazarilla café, corriendo del lado contrario, mientras los «tiras» practicaban tiro al blanco con jóvenes dignos como objetivo. Las balas retumbaban en el concreto (plaf, plaf), hasta que una de esas balas disparadas por alguno de los francotiradores hizo blanco en la camisa blanquísima del camarada anónimo, de un rostro juvenil que hasta el día de hoy recuerdo; casi un niño que gritaba que lo habían herido. Fue entonces que Cuco lo tomó de los pies y yo de los hombros, tratando de evitar que cayera bruscamente; pero el joven ya iba muriendo. Alcanzamos a entrar al patio de la Escuela Normal con el compañero casi a rastras. Por él poco se podía hacer, sólo escuchar su último suspiro; no dijo una sola palabra más.

Fue necesario replegarnos a la pared, pues las aves de mal agüero disparaban al interior del plantel con una saña inaudita. Así estuvimos un largo rato, interminable, diría hoy a la distancia. Fue en esos momentos de incertidumbre que encontré a un profesor de lo más aguerrido, quien incluso había participado en las no muy lejanas jornadas de 1968. Le pregunté qué debíamos hacer y su respuesta fue que los halcones estaban armados y nosotros no, así que lo mejor era retirarnos. Así lo hicimos: cada quien salió por donde pudo.

Cuando por fin pude llegar a la calle respiré aliviado, pero al mismo tiempo me hallaba terriblemente confundido por lo sucedido. Me subí al primer camión que pasó y comencé a gritar que a la vuelta de la esquina estaban masacrando estudiantes. Esperaba alguna reacción de indignación de los pasajeros, consuelo, o por lo menos alguna pregunta acerca de lo que estaba pasando, pero la gente volteaba a la ventana como si nada. En esos tiempos la gente miraba siempre a otro lado, pues la represión era extrema y el miedo permeaba todo.

Al día siguiente acudimos a sepultar a uno de nuestros compañeros. Podía haber sido cualquiera de nosotros, jóvenes que salían a manifestarse pacíficamente, buscando un México más justo y con libertades democráticas. Han tenido que pasar muchos años, muchos, para que ese anhelo de libertad campeé por las calles de nuestro país.

Tres meses después de esos acontecimientos ya estábamos nuevamente en pie de lucha, tratando de formar una escuela autogestionaria junto a un grupo de compañeros de la UNAM, en Orizaba, Veracruz. Hecho que le pareció tan descabellado y subversivo al presidente municipal que nos mandó apresar —en realidad secuestrar— en la cárcel del pueblo, lugar al que todos fuimos a parar entre el 15 y 16 de septiembre de 1971, acusados de pertenecer al grupo extremista Alpha 66. Su imaginación no daba para más y esa era parte de la narrativa de los jerarcas en el poder. Unos días después —durante la madrugada— nos treparon a un autobús y nos expulsaron de la ciudad, con la consigna de no volver jamás. Pero nadie bajó la guardia, y la prueba de ello es que hoy, 50 años después, seguimos en la lucha a pesar de todo y de todos los que hicieron del liberalismo su credo.

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