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Sobre el periodismo sicario y mercenario

por Axel Ancira    Febrero 16 de 2022

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En días recientes, el columnista y productor Epigmenio Ibarra lanzó un provocador adjetivo al distinguir entre el ejercicio periodístico y la actividad mercenaria. Antes de hacer algunas consideraciones sobre el término, es conveniente revisar una definición del diccionario, y para hacerlo, aunque las deterioradas relaciones entre México y España no nos impiden utilizar el de la Real Academia Española (anquilosado y pretencioso, que hasta hace hace no poco tiempo pretendía imponer a los mexicanos el uso de la j para escribir el nombre de nuestro país, como diciendo desde un rancio conservadurismo «qué van a saber los mejicanos sobre cómo escribir Méjico, si nosotros les llevamos la cultura»), por principios meramente republicanas optamos por consultar un diccionario mexicano, el del Colegio de México:

Mercenario, adj y s. Soldado que combate por dinero, no por patriotismo, y a veces bajo la bandera de otro país: «El peso de la guerra en Irak lo llevan, en realidad, los miles de mercenarios que ha contratado el ejército estadunidense». 

Así, queda claro que la definición refiere a un «soldado» y no a un comunicador, en cuyo caso debiéramos preguntarnos si existe una guerra, y de existir, qué bandos actúan en ella. Pero además: ¿puede un periodista ser entendido como una especie de «soldado»? Y es que más allá de las definiciones, debemos comprender que las palabras cobran significados distintos dependiendo de quién es el emisor, en qué contexto se emplea y qué posibilidades de comprensión hay de ella en relación incluso con el tono y los estados de ánimo en que un término es expresado[1].

Así pues, es necesario contemplar quién promulga el mensaje, que en el caso que nos interesa es Epigmenio Ibarra, con frecuencia aludido en redes sociales por su apoyo militante al proyecto de la Cuarta Transformación, pero viejo conocido de las audiencias mexicanas por haber refrescado los temas de la televisión mexicana con la telenovela Mirada de Mujer y con series disruptivas como Las Aparicio; a lo que habría que sumar un aspecto menos conocido del director —al menos por los grandes públicos—, que es su faceta como corresponsal de guerra en Centroamérica. Así que estamos ante alguien que, podemos intuir, conoce bien la terminología de palabras que se usan en un conflicto armado, y sabe perfectamente que igualar a un comunicador con un mercenario es, por ejemplo, equipararlo a los contras en Nicaragua, a los invasores de Playa Girón, en Cuba, o recientemente a los asesinos del presidente Jovenel Moïse, en Haití.  ¿Es exagerado?

Podríamos afirmar que la actividad periodística dista de ser un conflicto violento, y que sus consecuencias no se miden en bajas humanas. Es necesario, sin embargo, recordar una de las ideas más repetidas por Andrés Manuel López Obrador: la política es el medio para dirimir las diferencias en tiempos de paz. De este modo, una guerra va más allá de la confrontación de ejércitos, pues es también la oposición de posturas, estrategias y luchas por el control estratégico de materias primas y modelos de generación de ganancia. Por supuesto, este esquematismo es reduccionista, pero cada lector y lectora será capaz de imaginar un amplio conjunto de intervenciones militares que, aunque se presentaran en su momento como humanitarias o en favor del capitalismo (llamado democracia por los ideólogos imperialistas), los resultados fueron siempre el apoderamiento de recursos estratégicos por parte de los ejércitos invasores, la obtención de contratos millonarios para la reconstrucción y control geopolítico para preparar futuras intervenciones. Visto desde este ángulo, podemos establecer que el proyecto de la Cuarta Transformación pretende ser una revolución que logre recuperar nuestro territorio del expansionismo imperial, que durante el periodo neoliberal fue entregado a través de concesiones para la explotación de nuestro subsuelo, con el debilitamiento de las finanzas de Pemex —casi al punto de su asfixia— y la utilización de la CFE con un esquema financiero que buscaba la quiebra de la paraestatal en beneficio de empresas extranjeras como Iberdrola, proyectando además la administración privada de recursos estratégicos como el litio, cuya nacionalización está contemplada en la reforma eléctrica presentada al Congreso en octubre pasado.

Pero volviendo a la definición del Colmex, un mercenario es quien está en contra de su patria y en favor de propósitos convenientes a una nación extranjera. En este sentido, Latinus, medio que podría definirse como de comunicación de contenidos de entretenimiento, y que reclutó a damnificados de Televisa repudiados por la opinión pública por su beligerancia en contra del actual presidente de México (aunque todavía está por probarse si la televisora les sigue pagando o no), actúa como un arma de desinformación en beneficio de políticos, empresas y gobiernos extranjeros que ven a México como un territorio de conquista. Y aunque con un vistazo rápido a su sitio web tal afirmación podría parecer exagerada (pues no es tan distinto a otros portales con una orientación política de derecha), una mirada más profunda puede ayudarnos a darnos cuenta de que dicho sitio no es más que una fachada, lleno de notas cuyo único objetivo es desprestigiar al gobierno mexicano, mientras el resto de la información la constituyen notas compradas a agencias de información como AP, EFE y otras. La página, además, como su nombre lo sugiere, está plenamente emparentada con los Estados Unidos, pese a que las transmisiones del programa se hacen desde el sur de la Ciudad de México; aspecto importante no aclarado a sus audiencias, a quienes hicieron creer, o al menos así lo pretendieron, que tenían que hacer su programa desde el extranjero, aludiendo a la figura del exilio y la persecución política. En esto la figura involuntaria de mercenario es exacta, pues personifican a un «soldado» que, tras salir al exilio, pelea por una fuerza invasora. Es claro que los productores de Latinus no distinguen claramente entre la realidad y la ficción.

Ahora bien, las investigaciones que el medio presenta, relacionadas con Mexicanos contra la Corrupción y auspiciadas por el Departamento de Estado de los Estados Unidos, son también un ejemplo de injerencismo que no puede menosprecirse, y que está documentado en el apoyo que desde esas oficinas se ofreció para la implementación de golpes de Estado, dictaduras militares y hasta «eficaces» mecanismos de tortura.  Así, el juego de palabras Latinus y su terminación en «punto» «u» «ese», no sólo parece entreguismo ideológico, sino parte de una red de encubrimiento de sus fuentes de financiamiento y evasión fiscal.

Un periodista deja de serlo si basado en sus resentimientos personales renta su nombre y su trabajo para encubrir intereses corporativos, y peor aún si es para encubrir redes de corrupción de concesionarios acostumbrados a trabajar con altos márgenes de ganancia a costa del desfalco de la hacienda pública a través del pago de comisiones, cabildeos y tráfico de influencias. Investigaciones periodísticas de Álvaro Delgado sobre Latinus, documentan los vínculos del medio con políticos y empresarios que se hicieron millonarios al amparo de contratos de prestación de servicios en tiempos de Peña Nieto, así como sus relaciones con el tabasqueño Roberto Madrazo Pintado, quien, se piensa, podría estar controlando el medio a través de sus hijos. Así, un «periodismo» como el que practica Latinus es en realidad un arma de desestabilización, pues si bien todo periodismo tiene intereses, lecturas, narrativas, posicionamientos, es necesario poder discernir entre éstas y los intereses que se esconden detrás de lo que se presenta como trabajo periodístico, alquilando irresponsablemente la figura de periodistas (o de payasos). En estos casos, bajo la idea de neutralidad y de ejercer una «crítica al poder» lo que se esconde es su parcialidad informativa, convirtiéndose en un periodismo sicario que actúa al amparo de criminales de cuello blanco (véase https://www.sinembargo.mx/29-03-2021/3956818).

Latinus representa una muestra del pensamiento entreguista del conservadurismo mexicano, que en defensa de sus intereses particulares actúa como mercenario y en favor de los de abusivas compañías transnacionales que actúan según el impulso de sus naciones sede (aunque no necesariamente de sus habitantes). En este sentido, no es casual que el ataque a los hijos del presidente, por medio de nuevas mentiras a cargo del periodista tristemente célebre por sus montajes en tiempos de Genaro García Luna —hoy acusado de narcotráfico—, se den justo en el momento en que se discute la reforma eléctrica ante la incapacidad de la derecha de tener un programa, por lo que se ve en la necesidad de colgarse del escándalo usando la etiqueta #todossomosloret.

Pero detrás de este antifaz y de gigantes mediáticos como The Washington Post y Grupo Prisa, dueña de W Radio y El País, hay un fuego mediático permanente contra los esfuerzos de la 4T por recuperar el control estratégico de la industria eléctrica, petrolera y del litio. El ataque envenena a las audiencias de sus respectivos países con discursos ultranacionalistas y xenófobos, capaces de penetrar las mentes de grupos sociales desfavorecidos, en su búsqueda de chivos expiatorios que justifiquen su pérdida de poder adquisitivo. Pero no sólo eso. Dichos medios reclutan periodistas locales que escriben, conducen programas o participan en mesas redondas, aparentemente como críticos desinteresados del gobierno de su país, pero que en realidad son pagados desde las metrópolis neocoloniales. Se repite así la historia desde hace 200 años: una clase neocriolla, que se siente española o estadunidense, absolutamente incapaz de darse cuenta de su propio colonialismo y privilegio, pero que cobardemente se compara a sí misma con los periodistas asesinados, ellos sí por sus valientes esfuerzos militantes de divulgar lo que estorba a grupos criminales, muchas veces aliados a poderes políticos caciquiles.

El periodismo auténtico no puede ni debe permanecer neutral. Hemos dicho antes que en una guerra la disputa es a muerte. En efecto, la defensa del régimen de corrupción y prebendas que provoca el desabasto por el boicot de las empresas farmacéuticas; la difusión por todos los medios, en nado sincronizado, de la facciosa demanda en contra de Hugo López Gatell (como castigo por su férrea defensa de la salud de la población, por encima de intereses comerciales de farmacéuticas o empresas de productos chatarra); la pérdida de los derechos sociales de las y los trabajadores por medio de la flexibilización; y, en general, el abandono de la rectoría de la economía del Estado en favor de un libre mercado que permitía el flujo de mercancías al mismo tiempo que condenaba a las y los mexicanos y hermanos centroamericanos a exponer sus vidas en el desierto en búsqueda de fuentes de trabajo; son todas muestras de un biopoder, es decir, de la condena a muerte de grupos humanos enteros por un poder invisible que hizo pasar por natural un orden social artificial, funcional solamente para las élites. Los muertos de esta guerra del neoliberalismo contra la población los seguimos poniendo todos los días, y el periodismo que pugna por la defensa de actores políticos, consorcios, empresarios y todo aquel que defienda al neoliberalismo, es también un mercenario contrario a los intereses de las y los mexicanos.

Para nosotros, es claro que hay un ejercicio sicario y mercenario que se presenta como periodismo; ante lo cual, su contraparte debe ser el trabajo serio de investigación y divulgación que contribuya realmente a que la población se forje una opinión a partir de una comprensión profunda de la realidad, siendo capaz de tomar partido en defensa de sus intereses no sólo individuales, sino colectivos, al tiempo que desvele los intereses oligarcas (particulares y de grupo) que se esconden detrás del denominado cuarto poder. No hay que olvidar que esta clase de periodistas mercenarios han sido cruciales en los ataques a los gobiernos progresistas de la región, y debemos conocer cómo y a partir de qué recursos participaron en ello. Pero sobre esto volveremos en un próximo artículo.

 

[1] Un buen ejemplo de esto lo encontramos en las palabras «negrito» o «prietito», que dichas de manera cariñosa, en un contexto de afecto, es comunmente bien recibida por el receptor, mientras que en un contexto laboral y en tono de sorna, burla o condescendiente, puede constituir un acto de racismo. Para ahondar en este aspecto, se puede seguir las excelentes reflexiones del colectivo Poder Prieto, impulsado por Maya Zapata y Tenoch Huerta.

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