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Guerra ruso-ucraniana II

por Víctor Orozco    Marzo 7 de 2022

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En cualquier conflicto social, sea interno de un país o abarcador de dos o más entidades nacionales, obran una multiplicidad de factores o causas. Desde los muy evidentes intereses económicos y políticos hasta móviles personales, traumas y taras psicológicas de los tomadores de decisiones. Desde luego, entre mayor sea la envergadura de los acontecimientos, como sucede con las guerras internacionales, más densa será la gama de fuerzas determinantes o influyentes. De entre ese amasijo de elementos hay que buscar los que sean de mayor significación y fundamentales, es decir, sin los cuales no se habría generado la conmoción.

En el caso de la invasión rusa a Ucrania y la guerra que le ha seguido, su causa primordial es el choque entre dos bloques: en una trinchera el representado por la OTAN, creada y dirigida por Estados Unidos, y en la trinchera de enfrente Rusia. Ucrania quedó en medio, y su pueblo es quien está aportando, como ha sucedido siempre en las luchas armadas, los mayores sacrificios y sufrimientos.

La OTAN es la más poderosa alianza militar jamás creada, así lo evidencian los más de mil millones de habitantes que comprenden sus Estados integrados o asociados. En total, el tamaño de sus economías suman juntas más del 50% de la riqueza mundial. Pero sobre todo destaca el poder mortífero y destructivo de su armamento. Esta organización es la heredera del viejo colonialismo europeo que conquistó, depredó y exterminó por distintas vías, en el curso de varias centurias y hasta nuestros días, a pueblos y civilizaciones de todos los continentes.

Cuando en 1991 colapsó la URSS, Estados Unidos y sus aliados europeos aprovecharon para llevar las fronteras de la OTAN hasta los umbrales de Rusia: el antiguo enemigo —o lo que quedaba del mismo— fue cercado por los Estados de Europa Oriental en los que se instalaron bases militares con armamentos en extremo mortíferos. Moscú y San Petersburgo (las dos capitales históricas rusas), instalaciones estratégicas y otros centros urbanos importantes, quedaron «a tiro de piedra» de los misiles. Desde luego, los recursos naturales y fuerzas productivas en general de estos territorios del oriente europeo pasaron al control de las potencias occidentales.

No obstante estos avances innegables, los afanes de crecimiento en influencia y poderío son y han sido insaciables para los Estados y sus clases dominantes. Por su posición geográfica, tamaño y enormes recursos naturales, Ucrania representa algo así como la cereza del pastel para el imperialismo de Estados Unidos y europeo. Con planicies interminables, sin obstáculos naturales y ubicada justo en el bajo vientre de Rusia, Ucrania ha sido desde hace siglos una vía para las sucesivas invasiones a su territorio. Por eso se dice que los rusos siempre le han reclamado a Dios que no haya puesto cadenas montañosas en el camino a la antigua Rus de Kiev.

Pero veamos ahora al otro contrincante. Rusia viene del dominio imperial, primero de los zares y luego de los comunistas. Desde el siglo XVIII su territorio no paró de extenderse hasta abarcar, en los mejores tiempos de la URSS, la sexta parte de la tierra, arriba de 22 millones de kilómetros cuadrados, aunque una enorme porción de éstos fueran tierras casi deshabitadas. Después de 1991 perdió más de la mitad de sus trescientos millones de habitantes y el área se redujo en una cuarta parte. Su economía pasó de ocupar el tercer lugar en el mundo, después de EEUU y Japón, al doceavo. Vladimir Putin, quien participó en su liquidación, ahora se muestra arrepentido y dice que este suceso fue la mayor catástrofe geopolítica de la historia. Puede que tenga razón.

 

Sin embargo, los rusos recibieron dos herencias del pasado, una muy evidente y tangible y otra que se siente, pero no se mira: primero, el poderío militar de la URSS, y segundo, el espíritu nacionalista de sus ancestros, aunque renegó de la ideología y del proyecto histórico que animaba a los soviets. Respecto de éste a veces indescifrable imaginario ruso, Winston Churchill —quien dedicó buena parte de su vida a combatir a Rusia o a soportarla como aliada— decía que esta nación era un acertijo, envuelto en un misterio dentro de un enigma. Pero agregaba que la clave para entenderla estribaba justamente en su interés nacional, ése que en su tiempo animó de diversas maneras a los aristócratas de las cortes del Zar o a los burócratas soviéticos, y que hoy también anima a los oligarcas encabezados por Putin. Y aquí permítaseme una digresión: a los potentados que dirigen el gobierno de Rusia se les llama «oligarcas», y eso es lo que efectivamente son; pero también lo son quienes están en los gabinetes norteamericanos o europeos, aunque éstos no reciban el despectivo nombre, sino el de empresarios, industriales, banqueros y similares.

Toquemos ahora a la víctima de esta rivalidad: Ucrania y su pueblo. Como varias de las antiguas repúblicas soviéticas, en este país comenzaron a desarrollarse dos sentimientos colectivos: un nacionalismo a ultranza, aprovechado por los grupos nazis que llegaron a detentar las carteras más importantes del gobierno, y un fino europeísmo alimentado por la propaganda incesante. La burguesía ucraniana, igual que la rusa, comenzó a realizar grandes negocios en Alemania, Estados Unidos y el resto de Occidente, así que pronto las clases medias y altas se convencieron de que ellas pertenecían en todo y por todo a la llamada «civilización europea». En un mensaje casi idéntico al de los voceros ucranianos que protagonizaron el movimiento y golpe de Estado de 2014, hace poco el presidente de Georgia (otra de las ex repúblicas soviéticas) decía: «nuestro país siempre ha pertenecido a la cultura y al espacio civilizado europeo […,] ser europeo no es otra cosa que una unidad de valores y principios que dan forma a Europa». Pero creyeran o no en estas palabras, lo cierto es que convencieron a millones para que se tragaran la rueda de molino de que la bondad, la dignidad, la democracia, la libertad, la civilización son valores propios y exclusivos de Europa. Tal vez si se hubieran asomado al menos a los actos de barbarie consumados por los ejércitos y agentes de las potencias europeas en todas partes, habrían retrocedido espantados antes de hacer tales afirmaciones. En esto recuerdo la historia del diplomático inglés Roger Casement (inspirador de la novela El Sueño del Celta, de Mario Vargas Losa), quien a la  vista de las atrocidades inauditas y genocidios ejecutados por los europeos en el Congo y en la Amazonía, se convirtió en un decidido anticolonialista y defensor hasta la muerte de la independencia de Irlanda, su patria originaria, sobre todo cuando advirtió que las famosas tres «C» prometidas por los europeos, comercio, civilización y cristianismo, significaban en realidad matanzas, mutilaciones y muerte.

Pues bien, los intereses económicos y la cargada ideología nacionalista y europeísta contaminada con racismo, constituyeron el caldo de cultivo para que en Ucrania (o Georgia) se olvidaran de sus límites. Y aunque a la vista de la invasión y la guerra parece que esto ha quedado atrás, en realidad forma parte de cualquier solución futura: la situación geográfica, su pasado inmediato y muy lejano, le exigen a Ucrania una condición de neutralidad y no pertenencia a una alianza militar anti rusa, en oposición a lo que ha pretendido su actual gobierno.

 

 

¿Lo expuesto otorga el derecho a Rusia de invadir Ucrania y llevar las calamidades de la guerra a sus hogares? Ciertamente no. De la guerra actual, como de tantas otras, se conoce su inicio, pero nadie sabe cómo terminará. En el peor de los casos, con una hecatombe mundial, pues los rusos —a quienes se quiere sitiar económicamente para reducirlos a la pobreza absoluta— no son los pueblos inermes del Congo o la Amazonia: tienen el dedo puesto en el gatillo de las armas nucleares. Es por ello que deben hacerse esfuerzos para poner fin a esta guerra que a nadie sirve, salvo a los fabricantes y vendedores de armas (con representación en los gobiernos) que están haciendo ahora un gran negocio. Al resto, a la humanidad en general, conviene la paz.

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