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El triángulo de la confianza

por Fabrizio Mejía Madrid    Abril 7 de 2022

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La revocación de mandato es un proceso que le da a los ciudadanos un control vertical sobre el desempeño de un gobernante. Contamos con los controles horizontales cuando el legislativo revisa las cuentas públicas del ejecutivo o pide un juicio político contra un gobernante, o cuando los jueces se revisan a sí mismos; pero sólo los procedimientos de consulta popular, plebiscito y revocación contemplan la rendición de cuentas de abajo hacia arriba. ¿Qué país seríamos si hubiera existido la revocación de mandato en los sexenios de la guerra contra el crimen organizado de Calderón y la rampante corrupción de Peña Nieto? En esos sexenios los controles horizontales no funcionaron y tanto el Congreso como los jueces no vieron nada ilegal o inmoral en que el presidente desatara una guerra contra los traficantes de drogas en un país cuya inseguridad venía de la desigualdad, o en que funcionarios recibieran sobornos para aprobar leyes o contratos de obra pública.

Los mecanismos de la democracia directa (plebiscito, referéndum, consulta, iniciativa) sirven para facultar a la ciudadanía para intervenir en la continuidad de un mandato con un periodo fijo y en la ampliación de la agenda política que discuten los diputados y senadores. Es un reconocimiento de que la política no es, como nos hizo creer la cultura neoliberal, un asunto de expertos o de simple buena administración. El gobierno no es una empresa, sino que cumple funciones tan distintas que requiere de la propuesta y opiniones de todos. Es impensable que una comunidad o un país se auto gobierne sin el reconocimiento de que existe una capacidad igual de todos para opinar sobre lo público. A esa igualdad cognitiva le llamamos sentido común y sólo esa valoración colectiva de lo social bastaría para considerar a la política como un ámbito distinto a todas las demás esferas: el comercio, lo laboral o la popularidad. Pero esa facultad fue negada por los neoliberales que plantearon dejarla en manos de supuestos expertos, es decir, de organismos que no le responden a nadie por sus decisiones, cubiertos por el manto de los títulos universitarios. La tecnocracia fue una privatización de los asuntos públicos por parte de una minoría de doctores en economía. Esta confusión entre las disciplinas del conocimiento y el saber del sentido común de la política es justo lo que encontramos cuando hablamos de participación directa.

La revocación del mandato es un tipo especial de democracia directa. A diferencia de las elecciones, en ésta no hay dos o más opciones sino una sola: el presidente frente a sus propias acciones. Es un procedimiento de control vertical, de abajo hacia arriba, y es reactivo: si hubo una traición a las promesas, un acto de corrupción, la ciudadanía la usará para terminar con el periodo del mandato. Del otro lado, si la ciudadanía requiere crear una nueva legitimidad para el gobernante, votará a favor de que se quede. Como muchos mecanismos tiene esas dos posibilidades: revocar o ratificar son el resultado del procedimiento, no el mecanismo en sí mismo. En este sentido, ha habido una confusión de la oposición a la 4T en este respecto, al decir que no participarán porque perderían. Si fueran equipos de fútbol, no se presentarían al partido de visitantes porque hay una posibilidad mayor de que no ganen. Si el resultado fuera parte del método de validación de un gobernante, nadie participaría en elecciones o consultas.

Lo que no es: las confusiones de la oposición

  • La revocación de mandato no es un concurso de popularidad, como lo han querido presentar desde la oposición a la 4T los medios corporativos de comunicación y algunos burócratas de élite en el Instituto Nacional Electoral. Con ello banalizan la idea clave: que el poder no es una propiedad de quien gana una elección popular; que el gobernante está sometido continuamente al control de sus ciudadanos; y que un mandato se puede terminar si no se ajusta a los compromisos adquiridos durante la campaña electoral. El ejemplo mexicano es el de la guerra contra los narcotraficantes emprendida por Felipe Calderón, quien además había cometido un fraude electoral con la complicidad de la autoridad electoral: jamás habló de ese proyecto durante su campaña y, todo lo contrario, su lema era que prometía ser «el presidente del empleo». Pero tan sólo 10 días después de tomar posesión por la puerta de atrás del Congreso, Calderón decretó en Michoacán dicha guerra. Evidentemente estaba inclumpliendo con sus propias promesas. El otro caso es el del Partido de la Revolución Democrática. Un día después de la elección de 2012 en cuya campaña había reivindicado posturas socialdemócratas, firmó, junto con Acción Nacional y el PRI, el Pacto por México que iba a desmontar lo que faltaba de la soberanía energética, privatizar la educación pública y aumentar los impuestos a las clases medias y pobres. Ninguno de sus candidatos habló de esa renuncia programática en la campaña electoral y evidentemente cayó en una traición a su electorado.

Es por todo ello que la revocación de mandato es un control democrático desde abajo a la tentación de que el poder ganado en las urnas sea un cheque en blanco por seis años, donde se puede traicionar lo que se prometió en campaña y aún ir en contra de lo que se propuso. En estos oscuros sexenios quien debió utilizar el poder de revisión fue el Congreso, pues tiene la facultad de aprobar el juicio político. Pero no fue así y, por ello, entra en acción, ahora con la democratización de la democracia en México, el poder que legitima por excelencia: la ciudadanía, que toma en sus manos la posibilidad de reaccionar ante una traición a la confianza por parte de los gobernantes.

Cuando hablamos de confianza en política nos referimos a la que uno practica con familiares y amigos en el ámbito privado. Es una relación que tiene tres lados: se deposita la confianza en las intenciones de quien la recibe. Es decir, A confía en B para hacer X. Las expectativas residen en los compromisos de quien recibe la confianza de actuar, al menos en parte, de acuerdo a los intereses de quien confía en él. Éste es un conocimiento, no un afecto o inclinación. Si el que recibe la confianza es estable y regular en lo que hace y dice, reduce el riesgo al depositarle la confianza, ya que ésta lleva siempre implícita la acción, el hacer. Sin embargo, la relación no es sólo entre A y B, sino que tiene un objetivo material. La certeza de que toda confianza implica una acción la deslinda de la mera fe, que sería injustificada. Si no hubiera acciones que justifiquen la confianza estaríamos hablando de aquello que la oposición a la 4T repite: popularidad, dogmatismo, ignorancia de los plebeyos, manipulación de sus sentimientos. Ahí reside parte de la respuesta a nuestra pregunta original. La popularidad es una atracción hacia determinadas características de un sujeto pero no guarda relación con lo que aquí hablamos: la responsabilidad política de un representante y, por consiguiente, de sus representados que refrendan, a la mitad de un mandato sexenal, su compromiso de apoyar los cambios en marcha.

El ejemplo de la diferencia entre gusto y ratificación es el ex presidente Enrique Peña Nieto. Fue electo con base en su guapura —así lo dice la propia propaganda de los 93 años del PRI—, es decir, el nivel cero de la política, cuando los asuntos públicos se confunden con mercancías y los ciudadanos con consumidores de imágenes. La popularidad no es política sino mercantil, y tiene que ver con el gusto, la atracción visual y la preferencia, en el sentido de tender por un sabor o por otro. Nada de esto tiene que ver con los asuntos públicos donde, como hemos establecido, se requiere de la evaluación de acciones comprometidas para generar confianza. En la popularidad la relación radica en que A gusta de B, así, sin más. La apariencia de Peña Nieto fue lo único confiable en el tiempo: desmanteló Petróleos Mexicanos, dejó sin trabajo a miles de profesores de educación pública, encubrió la desaparición de 43 estudiantes normalistas de Guerrero y obtuvo casas a cambio de contratos de obra pública.

  • Pero tampoco se trata de que un representante sea tu empleado. Esta idea de la derecha más conservadora anula la relación de responsabilidad y compromiso político que existe entre ciudadanos y representantes. «Porque les pago con mis impuestos son mis empleados», reza la consigna neoliberal. El vínculo político entre los dos desaparece a cambio de un supuesto contrato laboral de un patrón con sus trabajadores. Esta idea del patrón proviene de los periodos de mayor corrupción entre la administración pública y los empresarios poderosos: que el funcionario público haga lo que le dictan sus patrocinadores, los que pagaron su campaña, los que promovieron su imagen en los medios. Se destruye, entonces, la realidad propia de la política: el interés general, la soberanía nacional y la legitimidad popular.

Pero en las dimensiones de la política no existen contratos ni patrones, sino ámbitos de decisión basadas, por una parte, en intercambios entre promesas y acciones, y por otro en una construcción futura, una continuidad de la nación en el tiempo. Eso es justo la revocación del mandato: una evaluación de la mayoría entre compromiso y acciones y, al mismo tiempo, la materialización en forma de boletas depositadas en una urna, de un compromiso de seguir en el tiempo, gobernantes y ciudadanos, con lo planeado. Es un vínculo político, no mercantil. Por ello, hablar de que no es necesario el ejercicio de revocación de mandato porque el presidente es muy querido y tiene un nivel de aceptación en las encuestas entre los tres primeros del mundo, es no entender cómo se crea la legitimidad en las urnas, muy distinta de la preferencia de responder a una encuesta por teléfono y decir: «me gusta o no me gusta». La política no es centralmente un problema de gusto sino de creación colectiva de acciones, obediencias voluntarias, expectativas y sus extensiones en el tiempo hacia el futuro compartido. Los gobernantes electos no son empleados, son representantes. No son maniquíes con «porte» sino proyecciones del desear colectivo, mayoritario. No son contratos de arreglar la tubería de un baño, como en un contrato, sino de coordinación de acciones en el presente para un futuro en el que convergen gobernantes y gobernados. No hay contrato de plomería que especifique que el empleador es corresponsable de que corra el agua por las tuberías. Esto sólo se verifica en la política donde sufragantes y sufragados adquieren, mediante una boleta depositada, un compromiso en el tiempo. La revocación es la posibilidad legal y pacífica de dar por roto ese compromiso o de reforzarlo. De eso estamos hablando. No de popularidad ni tampoco de rescindir un contrato. Estamos hablando de A, B y X. De esa relación política que es la creación neta de legitimidad a la mitad de un periodo de gobierno y, por supuesto, de su continuidad en el tiempo, de esa idea de nación, de integridad de sus funcionarios, de soberanía, de interés general —que no es la suma de intereses particulares— en el conocimiento de los ciudadanos, en su sentido común.

  • Tampoco es una elección clientelar. El inmediatismo de la oposición les ha hecho creer que una revocación de mandato puede ganarse con un intercambio entre derechos sociales y votos, pero se enfrentan a una legitimidad política que tiene continuidad en el futuro. Buena parte de los que van a ir a votar por la revocación/ratificación en el cargo de presidente de México lo harán pensando no sólo en validar y refrendar el plan en marcha desde hace tres años, sino en un futuro deseado sin corrupción ni tenebras. Se trata de algo con lo que no pueden competir los zapatos que caminan selvas, desiertos y ciudades. La idea de un país más justo se prolonga en el tiempo como deseabilidad política, ni mercantil ni laboral. He ahí su fortaleza. La oposición confunde esa idea con un culto a la persona y no a lo que representa, lo que existe entre la mayoría que lo confirma, convalida y respalda. Es un nuevo arraigo, no en torno al nacionalismo revolucionario de las estatuas y conmemoraciones en tiempos del Partido Único, sino del papel de los plebeyos, los siempre excluidos de la esfera pública, en la construcción de la república. El arraigo ya no es servil al presidencialismo sino un resultado de la politización. La participación política tiene lo que ninguna actividad mental, emocional y material contiene en la vida privada: poner en la mesa nuestros conflictos para a partir de ahí dilucidar una acción que los disminuya o remedie. La propia puesta en juego de esas contradicciones es, en sí misma, una acción política. La derecha conservadora la confunde con rencor, envidia e insubordinación, y lo es, pero en la república eso no tiene nombres irracionales y furibundos, sino aspiraciones colectivas de justicia. Por eso tampoco les funcionan sus categorías de cuando existía la «dictadura perfecta» que ahora dicen añorar. Afirman que los que irán a votar a favor de que se quede el presidente responden a la inmediatez de «lo clientelar», es decir, a los programas sociales. Confunden las realidades una vez más. Para que haya una clientela, debe existir quién selecciona a qué grupo se le otorga un beneficio. Con los programas sociales actuales estamos hablando de derechos constitucionales, es decir, cuyo cumplimiento es obligatorio y el que quede excluido puede reclamar su derecho. Lo tratan de hacer ver como que los votantes irán a sufragar por agradecimiento, por un intercambio, pero se les escapa que los derechos no se agradecen sino que se ejercen. Se les escapa que, en su búsqueda de encontrarle la cuadratura al círculo del cambio en México, se les perdió el tan temido triángulo de la confianza.

El presente me absolverá

El mecanismo tiene dos partes. La primera es un grupo que pide, mediante firmas, el procedimiento. Las razones para iniciar la recolección de firmas no tienen por qué ser concretas, ni siquiera reales. Lo siguiente es que una mayoría, que varía con respecto a las legislaciones en distintos países, decida si la confianza todavía es un compromiso que vincula a gobernantes y gobernados. El carácter vinculatorio, es decir, si sujeta o no a su imperativo, varía de país a país, desde el 40 por ciento, como México, al 60 por ciento, como en Colombia. Pero la idea es la misma.

La institución presidencial no es propiedad de la persona electa para tal cargo, es una investidura, es decir, es el ropaje de un derecho de la soberanía, la del pueblo. Cuando hablamos de investidura presidencial no lo hacemos de la vestimenta y corona que el rey se imponía, sino de la versión liberal del teatro del poder: el presidente es una representación del derecho de la mayoría a elegirlo. Puede ser revocado precisamente porque su mandato está antecedido de una elección legítima, no así cuando proviene de un fraude electoral. Felipe Calderón, al no tener mandato alguno, pudo traicionar su propio lema de campaña sin afrontar control alguno, ni horizontal ni vertical.

De hecho, la revocación de mandato, junto con otros mecanismos legales para participar directamente en política (como la iniciativa popular y la consulta), es una de la soluciones a la crisis legislativa que en varios países latinoamericanos se precipitó con sobornos como los de Odebretch o Iberdrola para influir en las decisiones que debían tomar los representantes populares. Ante la privatización de los fallos y disposiciones por parte de los lobistas en los Congresos, los sobornos con propiedades, dinero o cargos públicos en las llamadas «puertas giratorias», la salida de emergencia para las democracias fue democratizarse, es decir, incluir cada vez más a los ciudadanos como un principio que regule no la aprobación, sino el cumplimiento de los compromisos. Además de ser una forma de controlar el presidencialismo como un régimen que puede exceder los límites del derecho del que se le ha investido, también pretende evadir salidas no institucionales a una crisis de confianza, por ejemplo, un golpe militar o una insurrección popular.

Parte de las críticas injustificadas a la revocación del mandato radican en que, se dice, no es necesario que a un presidente con mucha legitimidad se le aplique ese ejercicio. La respuesta es el precedente, es decir, ejercer ese derecho constitucional que además ya recibió un respaldo para iniciarlo de casi 10 millones de firmas, para cuando realmente exista una crisis de confianza. No estoy totalmente de acuerdo. En el caso del presidencialismo mexicano es necesario que existan condicionantes populares para el ejercicio como Jefe de Gobierno y de Estado. Es necesario recordar que la soberanía reside solamente en el pueblo y que éste siempre excederá cualquiera de sus representaciones. No existe correspondencia posible entre el poder que emana de la legitimidad democrática y su traducción institucional que, siempre, significa una pérdida. Entre la expectativa y los resultados siempre existirán pérdidas debido a la fortuna, condiciones, posibilidades reales. Nadie está obligado a cumplir lo imposible, pero en todo caso los gobernantes estarán siempre ante la ocasión de que el presente no los absuelva.

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