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De antimarxismos, profesores y cosas peores

por Eliseo Cruz Aguilar    Julio 23 de 2022

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Oaxaca de Juárez, Oaxaca.

Si alguien que me escucha se viera retratado,
sépase que se hace con ese destino
.

Silvio Rodríguez

 

Parafraseando a Facundo Cabral en una entrevista que tuvo con el español Joaquín Soler Serrano, puede decirse «que se puede hablar de filosofía, metafísica, moral, ética, epistemología y de mucho más porque ya hemos comido, y eso se lo debemos al dinero». Quienes en mayor o menor medida han trabajado en torno a la crítica al régimen de producción capitalista (en tanto régimen de muerte), no han tenido ningún problema con el dinero, sino con lo que se hace de él, porque cuando el dinero se convierte en capital y denigra la vida es entonces cuando se convierte en problema.

En este sentido, siguiendo el consejo del profesor Juan Carlos Monedero, llevé a cabo un ejercicio de ocultismo para poder entablar un diálogo con Karl Marx, o en su defecto, con algún marxista, marxólogo o marxiano con tiempo libre. Fue así cuando llegada la medianoche encendí un poco de incienso para entrar en ambiente, comencé dando en sacrificio al premio nobel de literatura y propagandista del pensamiento neoliberal, Mario Vargas Llosa; también ofrecí al clasista y primer consejero presidente del corrompido Instituto Nacional Electoral (INE), al señor Lorenzo Córdova Vianello, y por último al historiador e intelectual mexicano que vivió y vive bajo el mecenazgo de los poderes fácticos, Enrique Krauze. Con ellos incluí a dos gallinas criollas, negras, porque así lo dictan los cánones del ritual satánico-marxista, encendí algunas veladoras que acomodé en forma de hoz y martillo, me di a la tarea de invocar a Marx o a cualquier marxista, marxólogo o marxiano que quisiera manifestarse aquella noche.

El protagonista era yo, pronunciando el nombre de Karl Marx, tratando de no errar con el conjuro redactado por los marxistas ortodoxos que advertían de la presencia de espíritus antimarxistas que intentarían arruinar mi objetivo. Para mi fortuna o desgracia, me equivoqué y fueron apareciendo algunos miembros de la organización nacional del Yunque y de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), que insistentemente me decían que el marxismo había fracasado y prueba de ello era la desaparición de la URSS y la caída del muro de Berlín. Con ellos venían algunos cristeros que con cruz en mano me gritaban: «¡Viva Cristo Rey!».

Más adelante aparecieron algunos expresidentes priistas acompañados de sus miopes intelectuales, que en evidente confusión por ese letargo que los caracterizó como partido hegemónico, me decían: «¡La Cuarta Transformación es socialista y comunista!». Con descaro gritaban: «¡Que viva el neoliberalismo y la escuela de Chicago!». En seguida se alejaron cargando la bandera con el rostro impreso del dictador Augusto Pinochet y del conejillo de indias, Gustavo Díaz Ordaz. Quedé realmente asustado, pero el conjuro estaba hecho y no había marcha atrás.

Aparecieron también unos jóvenes que se autonombraron «emprendedores», quienes me decían con aires de economicistas intelectualoides: «el pobre es pobre porque quiere», «Obrador ama a los pobres por eso los multiplica», «la pobreza es un estado mental». ¡Vaya lógica!. «Los chairos —continuaban— son una masa que sigue fanáticamente a López y sólo saben repetir lo que su mesías les dice». Entre tanta frase vaga y hueca tengo que reconocer que generosamente me ofrecieron un curso de emprendedurismo con el coach Carlos «Máster» Muñoz para que yo dejara de hablar de toda esa basura marxista subversiva y desarrollara mi mente de tiburón. Evidentemente no acepté.

Luego, apareció el grupo social más deleznable comparado con todos los anteriores: los jóvenes universitarios, que de entrada se ofendieron por las gallinas en sacrificio, alegaban maltrato animal y que mi ritual no era nada eco friendly. Entre ellos, unas señoritas semidesnudas me reprochaban que en lugar de gallinas debieron ser gallos y me llamaron cerdo patriarcal, al mismo tiempo que montaban una coreografía bastante extraña, una nueva expresión de lucha, sentenciaron. Uno de esos universitarios, con credencial del Frente Nacional Anti AMLO y con la estampa de la virgen de Guadalupe en mano me decía: «el socialismo consiste en que si tú tienes dos vacas y tu vecino no tiene ninguna, el Estado te obliga a regalarle una a tu vecino», «el capitalismo es lo mejor que existe porque podemos comprarnos lo que sea, a crédito, a pagos chiquitos, pero comprarnos lo que sea». También decían frases tan trilladas como: «la violencia genera más violencia», «no he leído nada de Marx y no me interesa leerlo, pero ahí tienes a Venezuela como ejemplo de su fracaso»,  «el inquilino de Palacio Nacional nos quiere vestir igual a todos, como en Cuba», «el Ché Guevara fue un asesino sanguinario». Uno más por ahí, con evidente síndrome de Estocolmo me decía: «antes, que estábamos peor, estábamos mejor”, y el tan ya famoso «si tanto te gusta el socialismo vete a vivir a Cuba».

Al darse cuenta que mi respuesta fue ignorarlos, se alejaron todos ellos vestidos de tenis blancos, pantalón de mezclilla azul con un ligero dobladillo a la altura de los tobillos, rasgados a la altura de las rodillas, mientras tomaban su café de Starbucks y decían repetidamente palabras como literal, tipo, deli, y así, ocupo. Todo ello semejante a una especie de neo-lengua orwelliana. ¡Vaya que sí nos quieren vestir igual a todos! —pensé, y dudé si era yo quien cometía una especie de crimen.

Luego, un tumulto comandado por un sacerdote, semejante a una de las escenas de la cinta mexicana Canoa, trataban de lincharme al grito de: «¡Fuera comunista! ¡Hereje! ¡Enemigo de Dios!», y con el arraigo de su sentimiento católico expresado en violencia me arrancaron la bandera rojinegra argumentando que esa bandera era roja como el infierno y negra como mi alma. Salí corriendo de ahí.

Mientras corría, alcancé a escuchar voces de los eunucos intelectuales de la oposición, entre ellos estaban Pedro Ferriz de Con, Loret de Mola, Carlos Alazraki, Sergio Sarmiento y algunos de los brothers de Alito Moreno, entre otros tantos periodistas teóricamente mutilados que se esmeran, como perros rabiosos, en defender a la derecha mediante sofismas, en transformar la mentalidad de los oprimidos, como dijo Simon de Beauvoir, y no la situación que los oprime. No resulta sorprendente que ahora esos lacayos de la pluma resulten ser partícipes de los movimientos ecologistas, feministas, antirracistas. Movimientos que por su debilidad teórica se han visto manchados por intereses propiamente empresariales. No es de extrañar, tampoco, que ante todo esto el filósofo esloveno Slavoj Žižek diga que es necesario invertir la tesis 11 de Marx, es decir, antes de pretender transformar el mundo, hay que pensarlo, interpretarlo.

Cuando ya daba todo por terminado y triste por mi rotundo fracaso, apareció la cabeza más grande de nuestra época, como lo nombró Engels, y me preguntó sin levantar la mirada —que tenía puesta sobre unos apuntes hermosamente desordenados—: «¿por qué yo?» No supe qué responder, así que callé y miré atento sus apuntes que trataban sobre educación. Antes de irse me dio algunas recomendaciones, las cuales comparto con ustedes porque es necesario despertar de todo este sueño dogmático en el que lo hemos metido. Ése es el verdadero reto.

Primero: no creas absolutamente nada de lo que dicen de mí, así sean correligionarios o detractores. Me han querido interpretar como a Nostradamus y en mí no hay ni una pizca de profético. Deberán quitarme todas esas camisas de fuerza que me han puesto. Es necesario superar a Marx, sentenció, y la única forma es realizándolo: «Marx hoy, cambiaría a Marx».

Segundo: lo mejor que puedes hacer es no hacerte ni marxista, ni marxólogo ni marxiano. Recuerda: ni yo, Karl Marx, era marxista.

Tercero: dejen de buscarme en los siglos XIX y XX. Yo estoy en el siglo XXI y pocos se han dado cuenta. Han hablado tanto de mí que pocos me han escuchado.

Cuarto: yo he denunciado a la ideología como falsa conciencia, a la producción como enajenación, incluso acusé a la religión de ideología que legitima la explotación. De eso se trata, de denunciar, de hacer la ignominia más ignominiosa.

Dejó caer algunas de sus obras en mis manos. «Si quieres entender a Marx, debes leer a Marx», dijo. Y curiosamente se fue cantando un fragmento de este bello himno:

Arriba los pobres del mundo,

en pie los esclavos sin pan

alcémonos todos al grito:

¡Viva la Internacional!

En ese instante todo volvió a la normalidad, como si se tratara de un episodio del llamado realismo mágico atribuido a los cuentos de Juan Rulfo.

Tomé sus obras en mis manos y me puse a entender por qué el profesor es una mercancía errante que sale a venderse ante el mejor postor y que lleva estampado en la frente la marca de su propietario, el capital, que poco a poco va convirtiéndose en una máquina o en un apéndice de ésta, que en lugar de ser alimentada con combustible o carbón se alimenta con un salario, el estrictamente necesario para su manutención como fuerza de trabajo que produce plusvalía y que aunque esta mercancía sufra, llore, ame y tenga deseos, son añadiduras sin importancia para el patrón.

En otras palabras, la única  mercancía que pertenece al obrero es su fuerza de trabajo, que sale a vender al mercado de trabajo y realiza su valor de cambio, es decir, aliena su valor de uso porque es consumido por el proceso de trabajo. Ahora no sólo es valor de cambio, es también valor de uso de alguien más, del que acaba de comprar su fuerza de trabajo, pero como valor de uso no es consumido al instante, es usado para producir plusvalía, misma que se le enfrenta como algo ajeno, extraño, monstruoso, plusvalía que lo domina, subsume y convierte en su servidor. Plusvalía que lo mantiene en un círculo vicioso y lo convierte en una mercancía que consume mercancías, en un consumidor consumido. «La existencia del obrero-profesor está reducida, pues es la condición de existencia de cualquier otra mercancía».

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